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Lo que amás

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 Uy.

Creo que no te hablé de Lito.

¿Cómo no te hablé de Lito?

Lito era un zigzagueante. Era un tipo con un pie acá y otro en la luna de Valencia. Era un barbudo con jungla por cerebro.

Suponé que ahora viene Terminator y me agarra de los huevos y me apura para que abandone las metáforas y defina a Lito en una sola y concisa palabra.

Pierdo los huevos nomás.

Pasa que a veces yo pensaba que Lito estaba drogado.

Y a veces, que estaba loco.

Ahora pienso que el tipo estaba tapiando una oscuridad gigante como él mejor podía.

Lo conocí hace años.

Muchos años.

Yo era pendejo y estaba dándole una mano a unos amigos que hacían teatro. Ensayaban en una casona vieja en Lanús Este, prestada por los del Partido Intransigente. Los del PI tenían parroquianos que charlaban y fumaban y charlaban y tomaban mate y charlaban.

Entre ellos, Lito.

Era martes a la madrugada y con los de teatro estábamos haciendo engrudo y pegando no sé qué carajo de la escenografía.

Lito nos miraba, fascinado.

Ahí pasó.

Tres minutos estuvo.

No te jodo.

Tres minutos.

Lito agarró un paquete de harina con la que hacíamos engrudo y se la quedó mirando por tres minutos.

“Qué harina peculiar,” dijo al fin, con esa vocecita aguda que tenía.

“¿Qué tiene de peculiar, Lito?” le pregunté.

Frunció los labios. “Es peculiar.”

Esperé un manojo de minutos y agarré la harina y la sherlockholmié toda.

Pero era un paquete de harina nomás.

Eso siempre se quedó conmigo.

Algo puede ser una pelotudez cotidiana para alguien pero, para alguien más, es algo peculiar. Sólo depende desde qué rincón lo mires.

Igual no es eso lo que te quería contar.

No.

Lo que te quería contar es que Lito usaba siempre la misma campera y esa campera tenía ochenta bolsillos y esos ochenta bolsillos estaban abarrotados de jabones artesanales con esencias de lo que se te cante.

Los hacía él.

Le encantaba hacerlos.

Los sacaba y los olía y sonreía y te los daba a oler.

“Con estos jabones no me hace falta usar perfume,” decía Lito.

Los vendía cuando los de teatro hacían una función.

Buéh, los vendía.

Los intentaba vender.

Quizá la gente apenas veía un tipo medio loco, medio raro, y aguaban cualquier interacción.

Porque ni un jabón vendía.

Pero no le importaba.

Los sacaba y los olía y sonreía y te los daba a oler.

“Con estos jabones no me hace falta usar perfume,” decía Lito.

Y tenía razón.

Puede que para alguien sea una pelotudez cotidiana pero, para mí, es peculiar.

Lo que amás se vuelve tu perfume.

 

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© Sebastián Defeo

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